2011-04-12

Proceso - Falacias educativas


Por Axel Didriksson
Proceso 1797


Cuando se comparan los resultados y el desempeño de los sistemas educativos alcanzados por otros países, o la manera como desarrollan innovaciones tecnológicas, inventos, patentes y nuevos conocimientos, la pregunta obligada es: ¿Por qué esto no ocurre en México? La respuesta, por supuesto, no es el carácter de los mexicanos, ni sus creencias, ni lo que come, ni las condiciones en las que vive, porque todo ello, siendo importante, no es determinante. Las causas centrales han sido y son las decisiones y políticas que se han definido en materia de prioridades y estrategias a nivel gubernamental, así como las concepciones, interpretaciones y acciones en el ámbito de lo educativo.

En ese sentido, en el país se padece de una gran cantidad de decisiones equivocadas, que se han vuelto falacias repetidas sin descanso y que explican los magros alcances que se tienen en la educación, en la investigación y en el desarrollo tecnológico. Aquí señalamos algunas de ellas.

Las políticas y las decisiones educativas han sostenido la idea de que lo único que se tiene que hacer es garantizar el acceso y la permanencia de niños y jóvenes en el sistema de educación formal. Con todo y que los niveles de desigualdad e iniquidad en el acceso a la educación son verdaderamente alarmantes (34 millones de mexicanos no han alcanzado a cubrir lo que se considera “educación básica”), lo principal se ha dejado al garete, esto es, que el derecho a la educación es sobre todo el derecho a aprender

Quienes se encuentran en el sistema escolar pueden decir que pasan pruebas o suben escalones de grado a grado, pero no que están aprendiendo conocimientos fundamentales para su vida, para sus relaciones sociales y económicas, ni valores para su futura ciudadanía. Los que alcanzan a culminar una licenciatura tienen tan pocos aprendizajes polivalentes y tan elementales capacidades, que apenas egresan ya deben empezar a tomar cursos de actualización o de reciclaje, y se enfrentan a un mercado laboral y a una sociedad que les parecen muy alejados respecto de lo que se les inculcó de forma rígida en sus planes y programas de estudio.

Se ha creído, también, que repartiendo becas a diestra y siniestra se garantiza la permanencia en los estudios y se abate la deserción. Hasta ahora esto no ha ocurrido de forma sostenida, porque intervienen factores múltiples que no pueden resarcirse con una mensualidad. Y aunque algunos, con o sin beca, pueden tener permanencia en los estudios, ello no incide ni en la calidad de los mismos ni garantiza una trayectoria escolar exitosa ni permanente. La idea de que con ciertas exenciones fiscales o devolución de impuestos mejorará la educación es también una falacia, al igual que la creencia de que el nivel educativo se elevará haciendo muchas pruebas y evaluaciones. Tampoco esto es cierto, porque mientras no se usen las evaluaciones para poner en marcha cambios en los componentes que sí inciden en la calidad de los aprendizajes (currículum, desempeño de los profesores y su profesionalización, infraestructura, gestión de los conocimientos, y puesta en marcha de programas masivos para superar las deficiencias de origen socioeconómico con un aprendizaje significativo y para toda la vida), las cosas no van a cambiar por más pruebas que se realicen.

El modelo de formación de profesores tampoco cambiará sólo con la aplicación de pruebas controladas, y que nadie sabe cómo se evalúan, para la asignación de plazas. La única manera será orientando la práctica profesional de los docentes a la resolución de problemas centrados en la escuela, en el desarrollo de una nueva estrategia de descentralización que haga posible integrar su formación con su práctica, en propiciar el trabajo de equipos combinados, y en el impulso a la investigación educativa que apoye la innovación académica, pero no la que sirve para justificar decisiones burocráticas o políticas.

Las falacias que se inventan y reproducen en el país han ocasionado que el derecho a la educación no se cumpla para todos en igualdad de condiciones y calidad, que el acceso y la permanencia en la escuela sea para los menos y no para los más, y que el derecho de aprender para toda la vida sea un privilegio limitado, al punto de que con el paso del tiempo no han mejorado los indicadores de desarrollo humano. Ocurre exactamente lo contrario: Las decisiones políticas en materia educativa apuntan a un modelo de país cada vez más antihumano, anticivilizatorio, de ficción y, efectivamente, de telenovela.

2011-04-07

Mexico’s Duopoly War Gets Animated With “Los Slimson”

El Zonkey Show
Posted by Zonkey Staff


Mexican magnate Carlos Slim and The Simpsons’ Montgomery Burns have a lot in common: they’re high-profile billionaires, they hate sideburns, and they’ve both devised devilish plans to block out the sun.

OK that last one might be a stretch, but if you play into the media melée being played out between Slim and his country’s two biggest televisorasTV Azteca and Televisa, it’s almost believable.

The latest development?

A series off full-page ads taken out this week in Mexico’s top national newspapers Reforma, El Universal, Milenio and El Economista that inspired in the popular Fox television series take a jab at Slim’s Telmex and cellphone provider Telcel.

In the Tales From Copyright Infringement-approved advert titled Los Slimson, four blue-faced pitchmen are depicted with glossy messages like “In Slimlandia clients get quality service,” “telephone charges are low,” ”connection speeds are infinite,” and “your mobile always works.”

Above a sad fifth character, the phrase “Not in Mexico” rounds off the spread, with Houston-based group Todos los Mexicanos (All the Mexicans) signing off on it.

Many questions remain as neither Slim nor his companies have issued an official statement; chief among them: WWEBD?

What would El Barto do?

2011-04-04

Atando cabos - Los Juanelos de México


Por Denise Maerker
El Universal.com.mx

“Estamos cansados, muy dolidos. Cada muchacho que se está muriendo ya se está volviendo el hijo de cada uno de los seres de esta nación”, dijo el viernes el escritor y poeta Javier Sicilia. El sábado le dedicó su último poema a su hijo Juan Francisco Sicilia Ortega, asesinado junto con otras seis personas el fin de semana pasado en Temixco, Morelos: “El mundo ya no es digno de la palabra, nos la ahogaron adentro… Por el silencio de los justos, sólo por tu silencio y por mi silencio, Juanelo”.

El Gobierno insiste en que la inmensa mayoría, 89% de los más de 36 mil muertos que lleva contabilizados por la violencia de estos años, han sido “homicidios dolosos cometidos presumiblemente para amedrentar a sus rivales”. Es decir, malos, gente que no nos debe importar. Esa diferencia entre buenos y malos que ha impuesto el Gobierno busca limitar el impacto que esas cifras podrían y deberían provocar en todos nosotros. En la lógica del Gobierno, si los que están muriendo son asesinos, narcotraficantes, secuestradores y drogadictos no hay una verdadera pérdida para la comunidad. La magnitud de la tragedia se relativiza al quitarle, o pretender quitarle, peso a los muertos, peso a nuestra pérdida. Este discurso ha sido exitoso y es compartido por una parte significativa de la población.

Javier Sicilia, en medio de su tragedia personal, sin embargo, pone el dedo en la llaga cuando incluye a todos en la hecatombe: “Están destruyendo a lo mejor de nuestra gente, de nuestros muchachos, por un lado los que tienen posibilidades (…) y que son gente de bien y por otro lado un montón de muchachos que no tienen oportunidades y que están siendo carne de reclutamiento de los cárteles”. Es cierto, es una generación entera tocada por la violencia. Todos los muertos tienen familia y eran parte de nuestra comunidad; incluso aquellos que tomaron el camino equivocado han dejado una herida abierta en sus familias y enterrada la posibilidad de haber sido otra cosa.

Pero hay otra razón para refutar la forma en que el Gobierno presenta la cifra de muertos, y es que en verdad no puede saber cuántos eran criminales. La prueba la aporta este caso. El crimen cumplía con todos los criterios para encasillarlo de entrada como un caso más de fallecidos por presunta rivalidad delincuencial, como los llama el Gobierno. Murieron con extrema violencia, fueron encontrados encajuelados y con un narcomensaje. Listo entonces para archivarlo junto a muchos otros casos que nadie se toma la molestia de investigar. Problema: resultó que estos muchachos venían de una clase social y cultural que sí tiene la fuerza suficiente para que su voz sea escuchada y casi de inmediato la posibilidad de que fueran delincuentes quedó descartada. No hubo manera de sembrar la duda ni de presentar a sus defensores como sospechosos. Y qué bueno, porque en este caso no es un privilegio para ellos ni para sus familias que sus casos sí se vayan a investigar y que los culpables paguen, es una posibilidad para todos de que se debilite a los criminales y esa errónea y cómoda forma de proceder de la autoridad.

Imposible saber cuántos otros de esos “ejecutados” eran del todo ajenos al crimen. Las voces de sus familias no se oyeron. Desconocemos la historia de cada uno de esos 36 mil muertos: quiénes eran, a qué se dedicaban, si eran delincuentes, cómo ocurrieron los hechos.

Una cosa es segura, estamos ante una tragedia mayor de nuestra historia porque, como bien dijo Javier Sicilia, lo que se está desgarrando no es sólo el corazón de muchos, es el tejido social que nos une.