2012-07-30

VIERNES O VOY - Hablar de televisión

Por Victor ROURA
Viernes, 27 de Julio de 2012 (06:00)
Hablo con mucha gente porque mi estado de ánimo en efecto se ha visto mermado luego de las elecciones del 1 de julio, pues si bien entiendo que la ciudadanía en general está harta de las mentiras panistas no comprendo la razón por la cual dirigió su simpatía hacia el mismo partido tricolor que embaucó al país durante casi tres cuartos de siglo. Y, aunque los politólogos se empeñan en hablar de cuestiones políticas (tan fraudulentas como las famosas encuestas a las que se ceñían como fundamentos esenciales de la realidad) y no de asuntos culturales —académicos que son, al fin y al cabo—, no veo otro argumento más poderoso que el de la televisión para hablar de este triunfo que el IFE ha validado con prontitud como legítimo.

Otra vez lo subliminal causó un crucial corolario: el candidato de la izquierda es un caudillo a un paso de volverse dictador. “Yo no quiero para mi país a un Andrés Manuel Chávez”, dijo Vicente Fox en una entrevista concedida a una cadena extranjera, pero difundida oportunamente —y curiosamente— por todas las cadenas mexicanas, como si el que hablara fuera, ja, un docto teórico. Hay por ahí, asimismo, circulando una foto de López Obrador revestido con la túnica papal para subrayar su papel mesiánico. “Es un perdedor que no acepta su derrota”, me dijo, por ejemplo, una galante señora que reprodujo su (¿de veras de ella?) pensamiento de una discusión que oyó en un canal televisivo. “AMLO —que ése y no otro es su nombre— no reconoce, no puede reconocer, que su tiempo ya pasó”, me dijo un señor con gesto adusto, y su idea (¿de veras suya?) es una réplica, dicha con cierto candor, de lo que he escuchado hasta el hartazgo en los programas supuestamente de discusión política en la televisión pública.

Cuando fui a votar, la gente de mi entorno estaba enojada porque una señora, del Partido del Trabajo, arengaba a los electores a sufragar con conciencia; pero fue abucheada y callada por los que hacían una enorme fila. Incluso no faltó quien llamara a la policía para que se la llevaran a otra parte. Una mujer, con su esposo, ambos acicalados para la fiesta cívica, se mostraron molestos: “Uno no les puede dar libertad porque se propasan —aseveró el marido, sin dejar de consultar su celular, para luego concluir—: si no avanzamos, yo me voy a ver la batalla del futbol”, porque ese día, hay que recordarlo, era la final de la Eurocopa (y así dijo: “... la batalla”, aguerrido como estaba). Y la mayoría aplaudió, y estuvo de acuerdo con la santa decisión del malencarado hombre. Su mujer asintió. “Estos inconformes sólo quieren guerra cuando nosotros queremos paz”, dijo, y varios aprobaron la perorata.

Yo me insolaba, casi... aun sin sol.

Y, lo juro, la gente en la fila hablaba de lo que había mirado y oído en la televisión la noche anterior, o hacía dos días, o durante el desayuno, o la semana pasada, tal como se hace en el mercado, en la iglesia, en el bar, en un hospital, en el parque, en los transportes públicos, en la calle, en el hotel, en los colegios, en los restaurantes, en las oficinas, en los bancos, en los aeropuertos, en las academias de baile, en las veterinarias, en las aulas, en las redacciones de periódicos, en las alcantarillas, en las fábricas, en los estadios, en los consultorios dentales, en las terminales de autobuses, en el taxi, en las playas, en los burdeles, en los cafés, en el zoológico, en el gimnasio, en los conciertos, en las conferencias, en los partidos políticos, en un barco, montando a caballo, en las perreras, en la zapatería, en las tiendas de discos, en la carretera, bajo la lluvia, en las carpinterías, en una piscina, en la cárcel (¡juro que hasta en esos sitios se habla de la televisión!), en los antros, en los separos judiciales, en las guarderías, en los entrenamientos deportivos, mientras el sicario espera la orden de matar a alguien, en el salón de belleza, en la montaña, frente a un río, caminando, en la farmacia, en la peluquería, mientras se distribuye la coca, en la gasolinera, en los sanitarios, en las boutiques, en el burlesque, en el teatro, en las loncherías, en el centro comercial, en las plazas, en la aduana, en la casa, en las dulcerías, en el hipódromo, [seguramente también en el Infierno y en el Paraíso, si existen tales recintos], en la tienda de la esquina, en las sesiones poéticas, ¡incluso en las manifestaciones de protesta!, haciendo el amor, columpiándose (que no necesariamente es lo mismo que lo precedente), en la regadera (sin necesariamente hacer lo que se insinúa una veintena de palabras atrás), en sueños, en Los Pinos.

Hablar de la televisión es todo un rito y un mito. Una constancia. Una costumbre. Un hábito. Una educación. En la mañana, en la noche, en la madrugada, con insomnio, desvelados, crudos, borrachos, cuerdos, aletargados. Un muchacho me contaba que durante una marcha al Zócalo capitalino se le acercaron dos personas para ofrecerle un viaje todo pagado a Guanajuato para ser entrevistado en la televisión con la condición de que dijera que estaba a favor del cambio priista. Ante mi incredulidad añadió que algunos jóvenes habían aceptado. Les daban, además, mil pesillos. Que no son malos, dijo. Pero él tenía convicciones, me aseguró. Sin embargo, a la hora del voto se podía sufragar sin coacción alguna. De allí que varios aceptaban, porque nadie supervisaría su elección. Todo eso me dijo ante mi estupefacción. Y recuerdo, sí, recuerdo que una mujer, toda ella encantadora, me contó un secreto suyo: alguna vez, mediante un conocido, pudo viajar a Miami para participar en uno de esos [horrorosos] reality donde las familias se insultan y se ofenden y se ofuscan y se dan de manotazos y a veces hasta de puñetazos para airear sus peculiaridades íntimas.

—Yo era la madre de dos hijos y me enfurecía con ellos porque eran demasiado groseros y altaneros —me contó, ante mi enmudecimiento—. Claro, yo no los conocía. Allí mismo me los presentaron. Y actuamos como si de verdad fuéramos una familia. Hasta a mi supuesto esposo le faltaba con gusto al respeto. Y él me asestó un bofetoncito, disculpándose posteriormente.

—¿Pero cómo pudiste? —alcancé a decir, tartamudeando, desconcertado, tal vez fuera de mí, incrédulo de la vida.

Conoció Miami una noche, hotel y comida incluidos, viaje redondo en avión, mil pesos en efectivo y... y... y... ¡apareció en la televisión en un programa demasiado popular!

Ganas no me faltaron de darle una cachetada, entrenada al fin en esos menesteres. (Aunque yo la hubiese gratificado no pecuniariamente, por supuesto.)

Por eso cuando hablo con la gente sobre los resultados electorales casi todo el mundo prefiere cambiar de conversación.

Para hablar, por ejemplo, de cuestiones televisivas.

2012-07-25

Con tan sólo cinco años de edad, el sobrino de Ivonne Ortega es propietario de diez predios

Por Rosa SANTANA
Proceso.com.mx

MÉRIDA, Yuc. (apro).- En menos de seis meses –y con sólo cinco años de edad–, Cornelio Aguilar Ortega, sobrino de la gobernadora priista Ivonne Ortega Pacheco, se convirtió en dueño de más de 158 hectáreas en Dzidzantún, según reveló el Diario de Yucatán.


Joselito, el “pequeño terrateniente”, es hijo del matrimonio formado por Guadalupe Ortega Pacheco, hermana de la mandataria, y Cornelio Aguilar Puc, exalcalde del referido municipio de 2004 a 2007 y excoordinador de campaña de Enrique Peña Nieto en la entidad.


Guadalupe Ortega Pacheco renunció hace unos meses a su cargo como presidenta del DIF estatal, y en breve debutará en la política como diputada federal por la vía plurinominal.


Según el reportaje que publicó el rotativo en su edición de hoy, la pareja acumuló más de una decena de propiedades en los últimos cuatro años, y el 30 de junio de 2011 donaron a su hijo Cornelio diez predios que en conjunto suman 158 hectáreas, todas en Dzidzantún.


El diario detalla que la décima propiedad fue producto de una compraventa realizada en noviembre del mismo año. “Fueron 104 hectáreas adquiridas en 5 mil pesos, según se indica en la escritura, esto significa que por cada hectárea se pagaron 48 pesos”.


Los predios de la donación, resalta el periódico, pasaron a la familia Aguilar Ortega en diferentes fechas.

La mayor propiedad del pequeño Joselito, como se refiere la gobernadora a su sobrino, es un lote de 104 hectáreas, adquirido a fines de 2011. En la escritura se estipula que el monto de la compraventa fue de 5 mil pesos, es decir, 48 pesos por cada hectárea.


Añade que en dicha operación aparece como representante del comprador su madre, Guadalupe Ortega Pacheco.


También destaca que en dos de los nueve inmuebles otorgados en donación a Cornelio aparece como copropietario su medio hermano Paúl Ortega Pacheco, y explica que dicha copropiedad se formó al donar Guadalupe Ortega a su hijo mayor el 50% que le correspondía de esos bienes.


Más aún, acota que Pablo José Castro González, notario público 38, dio fe de todas las operaciones de donación, y puntualiza que la compraventa de las 104 hectáreas tuvo el aval de Leonardo Chan Pool, escribano de Conkal, quien figura en anteriores operaciones inmobiliarias de la familia Aguilar Ortega.


En la investigación del reportero Ángel Noh, sustentada en documentos del Instituto de Seguridad Jurídica Patrimonial de Yucatán, se enlistan los bienes en Dzidzantún donados al pequeño Cornelio:


Un terreno con número catastral 1868, cuya extensión es de tres hectáreas, 25 áreas y 63 centiáreas; otro con número catastral 4379, que abarca una superficie de 4 hectáreas, 33 áreas y 10 centiáreas; uno más con número catastral 3216, de dos hectáreas, 50 áreas y 80 centiáreas, y el terreno con número catastral 4374 y superficie de cinco hectáreas, 23 áreas y 16 centiáreas.



Otro predio en la calle 19 número 132, en la cabecera municipal, el cual mide 20.5 metros de frente por 45 de fondo, en copropiedad con Paúl Ortega; uno más localizado en la calle 19 132-A, contiguo al anterior, cuya extensión es de 17.5 metros de frente por 45 de fondo, también en copropiedad con Paúl Ortega, y uno más localizado en la calle 13 103-B, con once metros de frente por 75 de fondo.



Así mismo, un tablaje con número catastral 2566, que abarca tres hectáreas, 25 áreas y 63 centiáreas y, por último, el lote con número catastral 1665, conocido como la finca San Ramón, con una extensión de 37 hectáreas y 27 áreas.



El reportaje también resalta que dos de las diez propiedades que están a nombre de Cornelio Aguilar Ortega figuran en documentos como “tierras propias para cultivo de henequén y cereales”.
Se trata de los predios 4374 y 1665, de 5 y 37 hectáreas, respectivamente.



“El tablaje 1665 corresponde a la finca San Ramón. En la entrada hay un letrero con la leyenda La Ilusión. Según la escritura, el matrimonio lo adquirió en septiembre de 2010 por la cantidad de 2 mil pesos, es decir, a precio de ganga: 52 pesos la hectárea”, refiere el texto.



“El otro tablaje fue adquirido también en 2010, pero en febrero, por ‘donación’ de Santiago Aguilar Puc, hermano de Cornelio. En sus cinco hectáreas hay corraletas y sistema de riego por aspersión”, añade el rotativo.



El texto periodístico destaca que en las donaciones de ambas propiedades a Cornelio hijo aparece como representante legal su abuela materna, Ligia Isabel Pacheco Graniel.



Los predios cedidos en donación habían pasado a manos del matrimonio Aguilar Ortega en 2009 y 2010, durante la presente administración estatal priista.



Resalta además que el fedatario de cabecera de la familia es Leonardo Yván Chan Pool, escribano número uno del municipio de Conkal, y que de las donaciones al niño Cornelio dio fe el notario Pablo José Castro González, padre de Pablo José Castro Alcocer, exsubconsejero jurídico del gobierno del estado y actual director del Instituto de Seguridad Jurídica Patrimonial de Yucatán.



El Diario de Yucatán aclara que el escribano Chan Pool es hermano del exalcalde de Condal, Luis Chan, quien está casado con María Elena Ceballos González, actual subdirectora operativa del DIF Yucatán.



También hace mención de dos predios más que adquirió la pareja durante esta administración, uno de ellos, donde radica actualmente en Mérida, que se ubica en la calle 16-A entre 17-A y 19 del fraccionamiento Paraíso Maya, cerca de Altabrisa, una zona de alta plusvalía.



En una entrevista que concedió a los periodistas Daniel Moreno Chávez y Olivia Zerón, conductores del programa Atando Cabos de Radio Fórmula, la gobernadora Ivonne Ortega sostuvo que el reportaje del Diario de Yucatán “es malintencionado”.



Y dijo que la información dada a conocer “es pública, porque mi hermana así lo quiso y no es producto de ninguna investigación”.



Argumentó que su hermana y su cuñado se conocieron cuando él tenía ya dos hijos y ella uno. “Ellos se casan y nace mi sobrino Joselito y deciden, para cuidar su patrimonio, porque tienen hermanos, dividir la herencia.

“Tierra sin valor”

“Ahí le dejan, o le ceden sus derechos a mi sobrino de un rancho, que es un terreno en un pueblo de la zona henequenera, una tierra que no tiene alto valor, y los que viven aquí lo saben; que mi cuñado no adquirió para heredárselo, era de su papa, heredado, y luego se compraron unos espacios alrededor, e inclusive se dividió entre otros hermanos”, continuó.



Ivonne Ortega añadió que hace cinco años su hermana compró “una casa popular, y la otra es una “popular media”, que aún la están pagando pero ya cedieron los derechos a mi sobrino”.



Ortega Pacheco insistió en que la nota es “malintencionada”, ya que su hermana y su cuñado, como cualquier otra familia, sólo buscan garantizar los derechos de sus hijos mediante una donación testamentaria.



Cuando los reporteros preguntaron a la gobernadora sobre las propiedades que su hermana y su cuñado han acumulado a partir de 2008, la priista reiteró que “es una nota con mala intención, que lastima a un niño, mi hermana fue presidenta honoraria del DIF, es un cargo en el que no se cobra, los casos son los mismos tres que han estado manejado todo el tiempo, y la información ha sido pública porque mi hermana así lo quiso”.



La mandataria priista aseguró que el predio que posee la familia de su hermana está en el fraccionamiento Chenkú, “una vivienda popular; la otra la están pagando a crédito”, y sostuvo que los terrenos de Dzidzantún “son un rancho que se ha trabajado en mucho tiempo, el que vive aquí sabe que ahí no hay desarrollos ni un gran futuro para esa tierra, es más una cuestión sentimental.



“La gente que vive aquí sabe cuánto cuesta, no es una ganga ni agandalle ni nada por el estilo”, reviró.