Viernes, 27 de Julio de 2012 (06:00)
Hablo con mucha gente porque mi estado de ánimo en efecto se ha visto mermado luego de las elecciones del 1 de julio, pues si bien entiendo que la ciudadanía en general está harta de las mentiras panistas no comprendo la razón por la cual dirigió su simpatía hacia el mismo partido tricolor que embaucó al país durante casi tres cuartos de siglo. Y, aunque los politólogos se empeñan en hablar de cuestiones políticas (tan fraudulentas como las famosas encuestas a las que se ceñían como fundamentos esenciales de la realidad) y no de asuntos culturales —académicos que son, al fin y al cabo—, no veo otro argumento más poderoso que el de la televisión para hablar de este triunfo que el IFE ha validado con prontitud como legítimo.
Otra vez lo subliminal causó un crucial corolario: el candidato de la izquierda es un caudillo a un paso de volverse dictador. “Yo no quiero para mi país a un Andrés Manuel Chávez”, dijo Vicente Fox en una entrevista concedida a una cadena extranjera, pero difundida oportunamente —y curiosamente— por todas las cadenas mexicanas, como si el que hablara fuera, ja, un docto teórico. Hay por ahí, asimismo, circulando una foto de López Obrador revestido con la túnica papal para subrayar su papel mesiánico. “Es un perdedor que no acepta su derrota”, me dijo, por ejemplo, una galante señora que reprodujo su (¿de veras de ella?) pensamiento de una discusión que oyó en un canal televisivo. “AMLO —que ése y no otro es su nombre— no reconoce, no puede reconocer, que su tiempo ya pasó”, me dijo un señor con gesto adusto, y su idea (¿de veras suya?) es una réplica, dicha con cierto candor, de lo que he escuchado hasta el hartazgo en los programas supuestamente de discusión política en la televisión pública.
Cuando fui a votar, la gente de mi entorno estaba enojada porque una señora, del Partido del Trabajo, arengaba a los electores a sufragar con conciencia; pero fue abucheada y callada por los que hacían una enorme fila. Incluso no faltó quien llamara a la policía para que se la llevaran a otra parte. Una mujer, con su esposo, ambos acicalados para la fiesta cívica, se mostraron molestos: “Uno no les puede dar libertad porque se propasan —aseveró el marido, sin dejar de consultar su celular, para luego concluir—: si no avanzamos, yo me voy a ver la batalla del futbol”, porque ese día, hay que recordarlo, era la final de la Eurocopa (y así dijo: “... la batalla”, aguerrido como estaba). Y la mayoría aplaudió, y estuvo de acuerdo con la santa decisión del malencarado hombre. Su mujer asintió. “Estos inconformes sólo quieren guerra cuando nosotros queremos paz”, dijo, y varios aprobaron la perorata.
Yo me insolaba, casi... aun sin sol.
Y, lo juro, la gente en la fila hablaba de lo que había mirado y oído en la televisión la noche anterior, o hacía dos días, o durante el desayuno, o la semana pasada, tal como se hace en el mercado, en la iglesia, en el bar, en un hospital, en el parque, en los transportes públicos, en la calle, en el hotel, en los colegios, en los restaurantes, en las oficinas, en los bancos, en los aeropuertos, en las academias de baile, en las veterinarias, en las aulas, en las redacciones de periódicos, en las alcantarillas, en las fábricas, en los estadios, en los consultorios dentales, en las terminales de autobuses, en el taxi, en las playas, en los burdeles, en los cafés, en el zoológico, en el gimnasio, en los conciertos, en las conferencias, en los partidos políticos, en un barco, montando a caballo, en las perreras, en la zapatería, en las tiendas de discos, en la carretera, bajo la lluvia, en las carpinterías, en una piscina, en la cárcel (¡juro que hasta en esos sitios se habla de la televisión!), en los antros, en los separos judiciales, en las guarderías, en los entrenamientos deportivos, mientras el sicario espera la orden de matar a alguien, en el salón de belleza, en la montaña, frente a un río, caminando, en la farmacia, en la peluquería, mientras se distribuye la coca, en la gasolinera, en los sanitarios, en las boutiques, en el burlesque, en el teatro, en las loncherías, en el centro comercial, en las plazas, en la aduana, en la casa, en las dulcerías, en el hipódromo, [seguramente también en el Infierno y en el Paraíso, si existen tales recintos], en la tienda de la esquina, en las sesiones poéticas, ¡incluso en las manifestaciones de protesta!, haciendo el amor, columpiándose (que no necesariamente es lo mismo que lo precedente), en la regadera (sin necesariamente hacer lo que se insinúa una veintena de palabras atrás), en sueños, en Los Pinos.
Hablar de la televisión es todo un rito y un mito. Una constancia. Una costumbre. Un hábito. Una educación. En la mañana, en la noche, en la madrugada, con insomnio, desvelados, crudos, borrachos, cuerdos, aletargados. Un muchacho me contaba que durante una marcha al Zócalo capitalino se le acercaron dos personas para ofrecerle un viaje todo pagado a Guanajuato para ser entrevistado en la televisión con la condición de que dijera que estaba a favor del cambio priista. Ante mi incredulidad añadió que algunos jóvenes habían aceptado. Les daban, además, mil pesillos. Que no son malos, dijo. Pero él tenía convicciones, me aseguró. Sin embargo, a la hora del voto se podía sufragar sin coacción alguna. De allí que varios aceptaban, porque nadie supervisaría su elección. Todo eso me dijo ante mi estupefacción. Y recuerdo, sí, recuerdo que una mujer, toda ella encantadora, me contó un secreto suyo: alguna vez, mediante un conocido, pudo viajar a Miami para participar en uno de esos [horrorosos] reality donde las familias se insultan y se ofenden y se ofuscan y se dan de manotazos y a veces hasta de puñetazos para airear sus peculiaridades íntimas.
—Yo era la madre de dos hijos y me enfurecía con ellos porque eran demasiado groseros y altaneros —me contó, ante mi enmudecimiento—. Claro, yo no los conocía. Allí mismo me los presentaron. Y actuamos como si de verdad fuéramos una familia. Hasta a mi supuesto esposo le faltaba con gusto al respeto. Y él me asestó un bofetoncito, disculpándose posteriormente.
—¿Pero cómo pudiste? —alcancé a decir, tartamudeando, desconcertado, tal vez fuera de mí, incrédulo de la vida.
Conoció Miami una noche, hotel y comida incluidos, viaje redondo en avión, mil pesos en efectivo y... y... y... ¡apareció en la televisión en un programa demasiado popular!
Ganas no me faltaron de darle una cachetada, entrenada al fin en esos menesteres. (Aunque yo la hubiese gratificado no pecuniariamente, por supuesto.)
Por eso cuando hablo con la gente sobre los resultados electorales casi todo el mundo prefiere cambiar de conversación.
Para hablar, por ejemplo, de cuestiones televisivas.